El otro día tuve un sueño muy pendejo. Soñé que despertaba fuera de mi casa, en algún lugar del bosque de Sacasayhuaman. No tenía ropa y mi cuerpo estaba mojado. Me sentía estúpido y triste. Tenía frío y podía sentir el suelo arañándome la espalda. Sobre mis ojos el cielo se abría espantosamente como una pelmaza de nubes negras. A mi alrededor ya no había árboles ni flores, solo tierra seca y polvorienta expandiéndose por todas partes. El aire olía a muerte y soledad. Me sentí como el último hombre de la tierra en medio del infierno.
Algunos campos ardían en llamas como un gran sacrificio para dioses oscuros. No sabía si era de día o de noche. No sabía si aquello era parte de la vida o de la muerte. Pero me sentía vivo, respirando lo que podía, moviendo mis dedos para recordar el ritmo de mi sangre. Sabía que era un sueño y que pronto todo acabaría, pero en ese momento nada tenía sentido y el camino de vuelta no tenía dirección.
De repente, de algún lugar cercano llegaron cuatro perros a rodearme. No se veían agresivos y apenas si podían caminar. Eran delgados, casi famélicos, con las bocas babeantes y los ojos desorbitados. No podía levantarme y correr. No podía defenderme de nada. Me sentía desnudo hasta los huesos, como un hombre destinado al castigo de toda la especie humana. La última ofrenda a un universo cansado de nosotros. Cerré mis ojos e intenté despertar.
“¡No!”, me dijo uno de los perros. “No puedes despertar ahora”. Éste es el momento más importante de tu vida y no puedes desperdiciarlo”.
Me sentí solo. Pensé en Misha, mi pequeño perro durmiendo a un lado de la cama. Vi sus sueños pasar frente a mí. Vi los campos verdes abrirse a su paso y a él oliendo todo por primera vez en la vida. Quise llorar y abrazarlo y despertar. Pero ellos no me dejaron hacerlo. “Párate, cobarde de mierda”, me ordenó el más grande. “Todavía no has visto lo mejor y te lo estás perdiendo”. “No puedo”, les dije. Sin más palabras los cuatro animales se tiraron sobre mí y comenzaron a comer mi cuerpo. No sentía nada. Ningún dolor, ninguna angustia. Solo el vértigo de correr y no poder detenerme. Vi mis huesos desplomarse en sus dientes, vi mis pellejos estirarse hasta salir por completo de mi cuerpo, dejando pedazos de carne viva. Vi mi sangre salir y salir. Quise vomitar por sentirme vivo y al mismo tiempo devorado por demonios.
Finalmente ahí estaba mi cabeza en medio de un charco de sangre y yo seguía siendo un hombre. El más grande de los perros me tomó del cabello y me llevó hasta un acantilado. Sus pasos eran como los temblores de la muerte y su aliento parecía apagarse a cada instante. “Ve la ciudad” me dijo. Abrí los ojos e intenté distinguir lo que había enfrente. Era borroso. Luces de autos se movían en todas direcciones. A penas podía ver algo. Las montañas alrededor de un valle y las casas con los techos cobrizos, húmedos como las primeras lluvias de diciembre. ¡Era Cusco! ¡Era el fucking Cusco ahí abajo! Pero algo estaba mal, algo estaba jodidamente mal allá abajo. Vi hombres caminar desnudos en medio de charcos humeantes, vi niños desplomarse de pronto, vi montañas negras y autos explotando en las calles, vi a los hombres dejar de ser hombres para siempre.
“Es solo un sueño, no es real, no es real”, me decía a mí mismo. “¡Para! No seas cobarde”, me gritaban los perros. “Váyanse a la mierda”, les grité con sangre y lágrimas en la boca. “¡Váyanse a la mierda, quiero despertar! ¡Quiero despertarrrrr!”
De pronto me dejaron caer y comencé a rodar por el acantilado. Solo sentí sus últimos ladridos alejarse en medio de la oscuridad. Todo se fue apagando a medida que caía. Rodaba sin control mientras perdía partes de mi rostro. Perdí mis dientes y mi lengua. Perdí mis ojos, mis pelos y mi carne. Y cuando ya casi era un cráneo dando tumbos, caí en medio de mi cama cubierto hasta el cuello con la frazada, vestido con jeans y correa, con medias y el aliento pudriéndose entre mis dientes. Misha dormía a mi lado, en medio de un desastre de hojas rotas y envases de plástico mordidos. Recordé entonces que había llegado a casa a las cinco de la mañana después de una larga noche en los bares del centro. Eran las tres de la tarde y yo seguía durmiendo con el cuerpo destruido.
Misha comenzó a llorar para salir al baño. Estaba loco. La angustia le había hecho romper todo lo que había a su lado. Envases de cremas, botellas de agua y el libro que había estado leyendo por una semana. Decidí hacer algo más por él. Me bañé, me quité el olor a mierda que tenía en la boca y nos fuimos a caminar por el mismo bosque de mis sueños.
Al inicio todo parecía normal. Era un día de sábado por la tarde cualquiera. Algunos niños jugaban al fútbol, algunas parejas permanecían abrazadas sobre la grama amarillenta de junio. Algunos turistas fotografiaban la vista de la ciudad en el fondo. Yo veía a Misha correr, oler las flores y de rato en rato volver hacia mí para lamerme la mano. Pronto nos cansamos los dos de estar ahí. Él por el sol y yo por la resaca. Bajamos despacio por una de las laderas del bosque que nos lleva directamente a nuestra casa en San Blas. De pronto me di cuenta que algo faltaba. Algo se veía inusual en aquel paisaje. Faltaban árboles. Faltaban los jodidos árboles de antes, al menos unos veinte de ellos. Me detuve asaltado por el recuerdo de mi sueño. No podía ser una coincidencia. Faltaban árboles a nuestro alrededor y tal vez más allá de nuestro camino. Cerré los ojos un instante y el zumbido de las sierras llegó como una especie de revelación. Los árboles se estaban yendo de nosotros, de nuestro tiempo en esta ciudad de piedras. Tomé a Misha de la correa y bajamos rápidamente a San Blas.
A nuestro paso, como si hubiera vuelto a mi sueño, la tierra se veía diferente. Charcos de barro se podrían al sol enredados con botellas y bolsas de plástico. Árboles cortados por todas partes y el zumbido de las sierras taladrándome los oídos. Llegamos a San Blas como dos dementes. Nos detuvimos en uno de los miradores del barrio para ver el valle de Cusco y encontrar un poco de paz. Toda la ciudad latía como una manzana podrida. Había estado ahí cientos de veces. Había visto mil cosas suceder. Incontables historias y borracheras. Había llorado con el corazón en la boca frente a los atardeceres más solitarios de mi vida, pero nunca había visto lo que vi aquella tarde. El antiguo mirador de San Blas se había convertido en una caja de concreto, sin la tierra y los árboles de antes. Había vidrio, hierro y un plástico horroroso con piedras dibujadas en él. Toda la ciudad era ahora una mierda de concreto. Una jodida mierda de concreto y humo llevándonos a la muerte.
Decidí continuar e ir directo a mi casa. No me sentía bien. Mi cabeza era una licuadora encendida y no sabía si era por el sueño o la resaca que llevaba. Me prometí no beber más ni destruir ni cabeza. Me prometí mil cosas para no gritar en medio de la calle.
Ya en casa, cerré la puerta con llave y me tumbé en la cama con Misha. Lo abracé y acaricié su cabello gris de invierno. Quise llorar, pero no pude hacerlo. Quise dormir, pero me daba miedo volver al universo de mis sueños. De pronto pude sentir la presencia de los cuatro perros olfateando alrededor de la casa. Encogí mis piernas lleno de susto. De pronto las puertas y ventanas comenzaron a crujir desde afuera. Eran ellos, arañando las paredes y gimiendo de hambre. Querían entrar, querían que volviera al sueño o tal vez demorarme de nuevo. Abracé muy fuerte a Misha para calmar su desesperación. Pronto los cuatro perros entraron a mi casa y vinieron por mí.
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